sábado, 29 de junio de 2019

Reencarnación en Júpiter

REENCARNACIÓN EN JÚPITER

Asustado, me busco, y al cerrar los ojos solo encuentro una espiral de sombras, bailando vertiginosas un ritmo que desconozco. Sacudo los hombros, y caen al suelo montones de garrapatas disfrazadas de importancia, que revientan al caer, llenándome de sangre.

Levanto los ojos a las estrellas, su brillo me lleva lejos de tanto sinsentido, de tantas palabras vacías y tantos gestos viciados. De tantas rutinas en ruinas y de tantas acciones inertes, llevadas por control remoto. Siento odio hacia toda la humanidad y hacia mí mismo, odio hacia todas nuestras mentiras, nuestros teatrillos baratos y nuestras búsquedas cargadas de ansiedad, prisas, empachos, ojos nerviosos, de rata, buscando qué robar, no por necesidad, sino por hacer dependiente a cualquier otro. Seguimos buscando a quién y a qué engancharnos, pisoteando lo que sea necesario con tal de ser necesitados por alguien, y en cuanto sentimos ese lazo mínimo, nos hinchamos, como sanguijuelas, con la sangre ajena, y despreciamos a nuestros iguales.

Solo por un día me gustaría ser normal, preferir una oficina calentita al frío de la calle, encontrarme a gusto entre las miserias absurdas que llenan las vidas a mi alrededor, dejarme hipnotizar por la publicidad, por los valores vendidos, por los estereotipos de series idiotizadas, dejarme vender como uno más, encontrarme a gusto entre la gente. Estar orgulloso de las cadenas con que me poseen mis posesiones, tener metas tan altas como comprar un reloj caro (un tirano revestido de oro, unas esposas engarzadas con diamantes). Cambiar el color de mi correa, o de mi corbata, coleccionarlas y presumir de que puedo llevarlas porque soy importante. Sentirme contento por ocupar el día entero fingiendo utilidad, llevando a cabo un trabajo que no da de comer ni de vestir a nadie, una labor por la que nadie sonríe, un cometido virtual, irreal, seco, vacío, para poder después enganchar mis sueños a un suntuoso y enorme televisor, dueño y señor de mi casa, cuyo número de pulgadas conozca mejor que mi edad.

Mi enfermedad es una fiebre de salvajismo, el anhelo de correr por la montaña bajo una luna de plata y unas estrellas infinitas, el deseo de perderme en las inclemencias del clima y querer escapar de este mundo pintado al gusto del consumidor; mi mal son las ganas de perder el control, de soltar los arreos que intentamos poner al día a día para que no sorprenda a nuestros débiles corazones ninguna novedad. El mayor síntoma de mi dolencia, es ser hereje de la comodidad, base y diosa de esta sociedad, y preferir la dureza de la piedra bajo mis manos, que la suavidad asfixiante de un mullido sofá. Tanta dulzura va a colapsar mis arterias. Quizás mi espíritu errante y despistado, erró al disfrazarse de humano en un mundo enfermo, alejado de sus propios orígenes, contaminado por el veneno que le intoxica mientras persigue un ideal de felicidad efímero, artificial, esclavo de las cadenas de televisión que lo anuncian.

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